martes, 15 de septiembre de 2009

DOMINICA XXV, Septiembre 20

En la instrucción que Jesús da a sus apóstoles manifiesta uno de los valores del Reino instaurado por Él: La grandeza del hombre radica en su "abajamiento", en reconocerse como el último, el más pequeño, como el Servidor de todos.

Para Jesucristo las grandezas humanas no son el soporte de los valores espirituales. No serán los honores, las riquezas materiales y los bienes temporales las características de un cristiano auténtico; sólo podrá identificarse con Él quien viva con la certeza que "la auténtica grandeza del discípulo está en ser el último como Servidor fiel".

En un mundo de tantas pretensiones y apariencias, el cristiano debe convertirse en un predicador eficaz del Evangelio mediante una vida ejemplar, esto implica que su persona debe transpirar a Jesús. Todos sus actos y su vida deben gritar que pertenece a Jesús. Su quehacer es imagen real de una vida evangélica.

En síntesis: “Todo nuestro ser debe convertirse en una predicación viva, en un reflejo de Jesús, en un perfume de Jesús, algo que grite Jesús, que haga ver a Jesús, que resplandezca como una imagen de Jesús”. Esto sólo podrá lograrse cuando tengamos los mismos sentimientos de Cristo Jesús. A propósito nos dice San Pablo: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo…“ (Fil, 2,5-7)

Quien es capaz de abandonarse en las manos de Dios y de entregar desinteresadamente lo mejor de sí al servicio de los demás, en especial a los pobres y afligidos, ha comprendido que su nobleza y felicidad verdaderas radica en su “confianza inquebrantable en Dios y en triunfo de su Reino” y en servir a los demás al estilo de Jesús, el Señor.

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