
Para Jesucristo las grandezas humanas no son el soporte de los valores espirituales. No serán los honores, las riquezas materiales y los bienes temporales las características de un cristiano auténtico; sólo podrá identificarse con Él quien viva con la certeza que "la auténtica grandeza del discípulo está en ser el último como Servidor fiel".
En un mundo de tantas pretensiones y apariencias, el cristiano debe convertirse en un predicador eficaz del Evangelio mediante una vida ejemplar, esto implica que su persona debe transpirar a Jesús. Todos sus actos y su vida deben gritar que pertenece a Jesús. Su quehacer es imagen real de una vida evangélica.
En síntesis: “Todo nuestro ser debe convertirse en una predicación viva, en un reflejo de Jesús, en un perfume de Jesús, algo que grite Jesús, que haga ver a Jesús, que resplandezca como una imagen de Jesús”. Esto sólo podrá lograrse cuando tengamos los mismos sentimientos de Cristo Jesús. A propósito nos dice San Pablo: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo…“ (Fil, 2,5-7)
Quien es capaz de abandonarse en las manos de Dios y de entregar desinteresadamente lo mejor de sí al servicio de los demás, en especial a los pobres y afligidos, ha comprendido que su nobleza y felicidad verdaderas radica en su “confianza inquebrantable en Dios y en triunfo de su Reino” y en servir a los demás al estilo de Jesús, el Señor.
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